martes, 27 de septiembre de 2011

La crisis



I

Aseguran en Europa
la Comisión y el Consejo
que las cosas van muy mal
que soplan malos los vientos.

Lo ha dicho Sarkozy y Merkel
lo repiten Zapatero
Berlusconi y los demás
sacramentalmente serios:

“Para que esto no se hunda
hay que gastar mucho menos
controlar la deuda, el déficit
achicar el presupuesto;

es preciso rebajar
las pensiones y los sueldos
y liberar el despido
y abaratar el empleo;

privatizar hospitales
pagar los medicamentos
y con la enseñanza pública
ya se verá lo que hacemos;

apretarse el cinturón
renunciar a los derechos
conquistados, y aguantarse:
es la crisis”, concluyeron.

II

En los opacos despachos
de los oscuros Consejos
del bienestar el estado
decidieron dar por muerto.

Buitres de los parqués
de las finanzas los cuervos
sicarios del capital
truhanes del prorrateo

políticos sin escrúpulos
pirómanos del esfuerzo
canallas y sinvergüenzas
a la llamada acudieron.

Inclementes, implacables
los mercados financieros
se hicieron con el poder
con las cuentas del gobierno.

Codiciosos, insaciables
inversores y banqueros
reclamaron más reformas
exigieron más dinero.

Obedientes y sumisos
en Europa los gobiernos
una y otra vez repiten:
¡es la crisis, europeos!

III

Este modesto poeta
este humilde pregonero
quiere hacer unas preguntas
a las gentes del gobierno.

Dígame, señor Trichet,
explíquese, se lo ruego:
los mercados, ¿quiénes son?
¿de dónde viene su fuero?

¿Y qué fue de las ayudas
a los lobbys financieros?
Seguro que usted bien sabe
dónde está tanto dinero.

¿No lo sabe usted acaso,
monsieur Sarkozy? Presiento
que usted lo sabe, frau Merkel.
¿Qué puñetas está haciendo

Barroso? De Zapatero
Berlusconi… ni les cuento.
Obedientes y sumisos
siempre acaban respondiendo:

es la crisis, ciudadanos
es la crisis, compañeros.
Y se quedan tan campantes
con su crisis y su cetro.

IV

Este pregonero humilde
este poeta modesto
quiere hacer unas preguntas
a la Europa de los pueblos:

¿Qué va a pasar con la crisis?
¿Vamos a quedarnos quietos?
Si los mercados atacan,
¿no vamos a defendernos?

¿Nos quedaremos mirando
si claudican los gobiernos?
Cuando sepamos que mienten,
¿vamos a guardar silencio?

¿Consentiremos sin más
que nos expropien derechos
y que borren de la historia
nuestra lucha y nuestros sueños?

¿Olvidaremos acaso
a aquellos que con su ejemplo
nos mostraron el camino
de un tiempo distinto y nuevo?

Porque otro mundo es posible
aunque el futuro es incierto
que no nos trague la crisis
compañera, compañero.

                            rarodeluna


Calígula


Este verano releí Calígula, de Albert Camus. Andaba yo intentando dilucidar si es el cinismo o la ineptitud, o ambas cosas a la vez, lo que explica la conducta de los gobernantes europeos ante la crisis, que ni encuentran soluciones, ni alumbran salidas, incapaces de imponer su legitimidad democrática a esa legión de desalmados anónimos que controlan los mercados y a esas agencias que trabajan al servicio de los intereses especulativos de esos mercados. Como Humpty Dumpty, para mí la cuestión era y es: ¿quién manda aquí? ¿en manos de quien está el poder?
Y me vino a la memoria la obra de Camus. La leí en mis años universitarios y algún tiempo después, a principios de los ochenta vi el montaje de José Tamayo con José Mª Rodero. De aquella lectura (eran los últimos años de la dictadura de Franco) retuve una imagen inquietante, perturbadora: la implacable lógica, la demente y cruel coherencia de un tirano para quien no existen límites en el poder que ostenta: es el emperador y a él todo le está permitido. La espléndida interpretación de Rodero seguro que contribuyó a intensificar esa primera imagen, que se enriqueció a su vez con la magistral interpretación de John Hurt en la serie Yo, Claudio.
La relectura de este verano ha ensanchado considerablemente el significado y el sentido de un drama que, sesenta y seis años después de su estreno, sigue siendo una lúcida, inquietante y desde luego comprometida reflexión sobre el poder. Camus indaga en el alma rota, despiadada, de Calígula, intentado comprender, que no justificar, su conducta sanguinaria, su perversa iniquidad.
Como estas líneas no son sino unas notas de invitación a la lectura, me limitaré a apuntar apenas algunas de las claves de la personalidad destructiva y cruel de Cayo César, tal como la dibujó Camus. Me interesa especialmente la cuarta escena del primer acto.
Drusila, la hermana del emperador, ha muerto y Cayo César ha desaparecido. Nadie sabe dónde se encuentra. Todos, desde los patricios, pretorianos y sirvientes, están preocupados, inquietos, expectantes. De pronto, “furtivamente”, aparece Calígula en palacio. Tiene expresión de enajenado, está sucio, abatido y cansado. Se encuentra con Helicón, a quien confía el motivo de su prolongada ausencia: ha sentido la necesidad de lo imposible, ha querido satisfacerla y ha salido en busca de la luna, una de las cosas que no tiene y que quiere poseer.

“No estoy loco”, dice Calígula defendiéndose a sí mismo. Lo que ocurre, dice, es que ahora sé cosas que antes no sabía: “el mundo, tal como está hecho, no es soportable. Por eso necesito la luna o la felicidad o la inmortalidad, algo descabellado quizá, pero que no sea de este mundo”.
La muerte de Drusila, en sí, no significa nada, pero para el joven emperador es la señal de una verdad inapelable: “Los hombres mueren y no son felices”. Lo que ocurre es que los hombres viven de espalda a esta verdad, esto es, en la mentira.”Todo a mi alrededor es mentira, y yo quiero que vivamos en la verdad. Y justamente tengo los medios para hacerlos vivir en la verdad”, le dice Calígula a Helicón.
Calígula, que ha decidido ser lógico, ha descubierto sobre todo que la utilidad del poder es hacer posible lo imposible. Cuando en la escena séptima del primer acto comparece El Intendente urgiéndole a atender y arreglar los asuntos del Tesoro Público, Calígula comenta con resuelto cinismo: si el tesoro es importante, la vida no lo es; “la vida no vale nada, ya que el dinero lo es todo”. Y adopta inmediatamente una decisión: poner en marcha un plan con el que –dice– “vamos a revolucionar la economía política en dos tiempos”. Primero, “todos los patricios, todas las personas del Imperio que dispongan de cierta fortuna —pequeña o grande, es exactamente lo mismo— están obligados a desheredar a sus hijos y testar de inmediato a favor del Estado”. Después, “conforme a nuestras necesidades, haremos morir a esos personajes siguiendo el orden de una lista establecida arbitrariamente”.
Cuando el mundo resulta insuficiente y la vida no tiene sentido; cuando el dinero lo es todo y lo demás carece de importancia; cuando el amor no es nada y vivir es lo contrario de amar, ¿qué queda? Hacer posible lo imposible, transgredir todos límites y mostrarse al mundo como “el único hombre libre de este imperio”: él, Cayo César, Calígula.
Tal vez por eso no es feliz, le dice la fiel Cesonia: “la dicha es generosa. No vive de destrucciones”. A lo que responde Calígula: “Entonces hay dos clases de dicha y yo elegí la de los asesinos. Porque soy feliz […] Vivo, mato, ejerzo el poder delirante del destructor, comparado con el cual el del creador parece una parodia. Eso es ser feliz. Esa es la felicidad…”
Se oye un ruido de espadas. La conspiración está en marcha. Pretorianos y senadores, con el prefecto Querea al frente, han decidido acabar con la vida del tirano. En defensa propia, en nombre de la moral y de la justicia, por el Imperio (y sin duda porque no están dispuestos a que nadie, ni siquiera el Estado, meta la mano en sus fortunas).
Y de pronto, un grito: “¡A la historia, Calígula, a la historia!”
Léanla.
                                                               Julián


viernes, 23 de septiembre de 2011

Primer encuentro

Una casa de paso era un tipo de casa de vecinos con dos puertas y una calle interior o gran patio por donde podían transitar libremente las personas, que elegían ese camino para cruzar grandes manzanas sin necesidad de rodearlas. Construidas en terrenos cedidos por el Ayuntamiento con aquella condición, en la ciudad donde nací las casas de paso fueron en el pasado un singular espacio de encuentro y convivencia entre inquilinos y transeúntes.
Salvo el nombre, ésta que hoy abre sus puertas tiene muy poco que ver con aquéllas. De hecho no es en realidad una casa, sino un establecimiento singular regentado por Antonio, una persona no menos singular, y frecuentado por quienes desde hace diez años han convertido Laramie –que así se llama el lugar– en su segunda casa: Claudio, Julián, Teresa, Darío, rarodeluna, Marta, Pedro… Yo soy uno que pasaba por aquí, un día entró y… Pero de eso ya les hablaré en otra ocasión.
Para sellar este primer encuentro Claudio me ha regalado una cita de su colección: “Vivir no merece la pena para quien no tiene ni siquiera un buen amigo” (Demócrito).


Editado el 09/01/11

El reencuentro y otras emociones


Después de un largo, tortuoso y cálido verano este fin de semana nos reencontramos todos en Laramie.
No saben cómo lo echaba de menos. Desde que conocí a esta gente me siento, no sé cómo decirles, más acompañado. Sin proponérselo, ellos me han enseñado lo grato que resulta conversar sin otro propósito que la propia conversación, no exenta en ocasiones de vehemencia y pasión, pero siempre respetuosa e inocua. Aquí se puede rebatir e impugnar un argumento, pero sin hacerle daño ni desacreditar a quien lo defiende. En Laramie, además, nadie confunde la amistad con el compadreo: aquí prevalece la libertad de decir no me gusta lo que has dicho, lo que has escrito o lo que has hecho, así, sin más, porque no hay cálculo ni componenda.  

Cuando llegué, ya estaban todos, menos rarodeluna, que andaba enredado en no sé qué asamblea, y que se incorporó un poco más tarde. Todos estaban ocupados en diversos menesteres, así que me quedé en una esquina de la barra viendo lo que hacían y escuchando lo que hablaban.
Ya veréis lo que os he preparado –dijo Claudio, que revisaba el equipo de música. ¡Lester Young! ¿Os acordáis del Club de la Serpiente? ¿De Gregorovius, suspirando por la Maga y poniéndose hasta arriba de vodka? A mí no se me olvida: Lester Young, saxo tenor, Dickie Wells, trombón, Joe Bushkin, piano, Bill Coleman, trompeta, John Simmons, contrabajo, Joe Jones, batería… ¡“Four O'clock Drag”!. Cortázar me regaló mucho más que una canción… Un universo de libertad, sentimientos y emociones –dijo Antonio, que ultimaba los preparativos del cóctel. No te burles, le respondió Claudio, y añadió: naturalmente, he incluido en la selección “All of me y “Blues for Greasy. De postre Jammin the blues, un excelente documental. Pero antes oiremos a un joven Lester Young clarinetista acompañando a Count Basie, Billie Holiday… ¡Memorable!
 
¡Mirad! –dijo Antonio en tono de chanza, mientras servía un New Yorker “muy especial”–: ¡se ha emocionado! Claudio no le hizo caso.
En ese momento llegó rarodeluna, demasiado serio, cariacontecido. ¿Qué ocurre? ¿No van bien las cosas? Hizo un gesto ambiguo con la cabeza, pero no me respondió. ¿Estás preocupado?, insistí. Sí, contestó sin más. ¿Qué te parece si nos unimos al grupo? Vale.
Antonio terminó de servir el cóctel y se sentó por fin con todos nosotros. Alzó la copa y bebió un sorbo largo hasta apurar la última gota. ¡Excelente!, dijo para sí, admirando su obra. ¿Me pones otro, Julián? Repitió el mismo rito de antes y dijo con cierta solemnidad:
Cada experiencia emocional es única y sus consecuencias son imprevisibles. Depende de la naturaleza y la intensidad de esa experiencia, ¿no?, le contestó Julián. Lo más común –añadió Antonio– es que el efecto sea temporal y la emoción se diluya como un azucarillo en el café. En el mejor de los casos queda fosilizada en una especie de postal que guardaremos en la memoria y sacaremos a pasear de vez en cuando por el recuerdo. Claro que hay ocasiones en las que la experiencia emocional es de tal intensidad que le cambia a uno la vida y de algún modo le acerca a la muerte. Pero esa es otra historia.
Un amigo mío –intervino Marta– me contó que hace bastantes años en una de las más importantes catas flamencas salió al escenario un prestigioso cantaor, cuyo nombre he olvidado, se sentó en una silla junto al guitarrista que lo acompañaba, bebió un sorbo de agua y dijo, dirigiéndose a los asistentes, “¿qué queréis que os cante?” Entonces el público, formado en su mayoría por auténticos cabales, se puso en pie y estuvo aplaudiendo varios minutos. ¿Por qué?, le pregunté a mi amigo. Porque muy pocos son capaces de hacer esa pregunta a un público como aquel, me respondió. Y añadió: nunca he asistido a un homenaje tan espontáneo, emocionante y merecido como el de que aquella noche… ¿De qué te ríes, Julián?
Disculpa, Marta. Es que de pronto, no sé por qué, me he imaginado un gran salón de actos lleno de hispanistas y a Francisco Rico en el escenario preguntándoles “¿de qué queréis que os hable?”. ¿Y por qué no José Antonio Marina en una Universidad de verano?, apostilla Teresa. También, también, responde Julián, que seguía riéndose como un niño que se complace en su travesura. 


Creo que os estáis pasando, dijo Claudio en un tono muy serio. Son dos personas admirables que… ¡Tatooine! Tenían que haberle llamado Tatooine, dijo casi en un grito Darío cuando Carlota refirió la noticia del descubrimiento de un planeta extrasolar que está en órbita de dos estrellas a la vez, y al que los científicos de la Nasa le han puesto de nombre Kepler–16b. Georges Lucas se lo merece –añadió Darío: su imaginación se adelantó treinta y cuatro años a este descubrimiento.
Ya está bien, ¿no? –saltó de repente rarodeluna– ¿Se puede saber qué os ocurre? ¿Ya os habéis olvidado de lo que pasa en el mundo? ¿Cómo podéis estar tan contentos…? Es verdad que estamos contentos –le dijo Antonio, que estaba a su lado–; pero puedes estar seguro de que no nos hemos olvidado de nada. Y echándole el brazo sobre el hombro, añadió: venga, vamos a cenar, ¿vale?
Antes de entrar en el comedor pasé por las cuatro estaciones y elegí las citas de Cortázar que Claudio había elegido en lo que sin duda era un homenaje a Rayuela; la nueva entrega de la antología parcial de Julián:"Noche abierta", de Claudio Rodríguez.